jueves, 11 de enero de 2007

La muerte para empezar

Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de ve­ras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dor­mían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estriden­cias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremedia­blemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero so­bre todo qué cosa tan irremediablemente personal!

A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores; repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante —de hecho, la más importante de todas— que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, mu­chísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta enton­ces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténti­ca e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme —yo, yo mismo— también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?

Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pen­samiento verdaderamente mío, un pensamiento que me com­prometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento ali­vios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuítas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes qué había visto en algunos altares, pero con la diferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, es­tará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que des­de luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen.» Y así, a partir de la revelación de mi muer­te impensable, empecé a pensar.

Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la fi­losofía a partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte —de mi muerte— como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...), pero luego crecemos cuando la idea de la muer­te crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.

Las plantas y los animales no son mortales porque no sa­ben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mue­ren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fieras presienten el pe­ligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero igno­ran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la nece­sidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encar­nó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que morir.

Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad co­menzar la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera prin­cipal de la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte previs­ta la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos con­vierte también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «preparar­se para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida —mi vida, única e irrepetible— algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzamos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.

Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos sue­len iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo:

Todos los hombres son mortales;

« Sócrates es hombre

luego Sócrates es mortal.

No deja de ser interesante que la tarea del filósofo co­mience recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» po­nemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la mera corrección lógica. Si de­cimos

Todo A es B

C es A

luego

C es B

seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las im­plicaciones materiales del asunto han cambiado considera­blemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser mortal. En el silogismo citado en primer lugar, además, queda seca pero claramente establecido el paso entre una constatación genéri­ca e impersonal —la de que corresponde a todos los humanos el morir— y el destino individual de alguien (Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo terrible y saber que debe pasarme a mí! El agravamiento de la inquietud en­tre la afirmación general y la que lleva mi nombre como su­jeto me revela lo único e irreductible de mi individualidad, el asombro que me constituye:

Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,

que es la estación (nadie lo ignora) más propicia

a la muerte.

¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur,

muera como tuvieron que morir las rosas y

Aristóteles?4

Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protagonistas individuales (Sócra­tes, el moro medieval subdito de Yaqub Almansur o Alman-zor, Aristóteles...) están ya necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy: y no por planteárselo es­caparon a él...

De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que re­sulta el prototipo mismo de lo necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva). Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intras-ferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposi­ble que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro defi­nitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los ver­dugos perc\no ante la muerte misma. Con su heroico sacrifi­cio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortali­dad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofre­ce para descender al Hades —es decir, para morir— en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto esca­pase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido re­trasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería ha­ber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido v querido amar también, incluso me podrían alimen­tar por la fuerza o hacerme renunciar al sexo para siempre. En cambio la muerte, mi muerte o la de otro, siempre lleva nombre y apellidos insustituibles. Por eso la muerte es lo más individualizador y a la vez lo más igualitario: en ese trance, nadie es más ni menos que nadie, sobre todo nadie puede ser otro del que es. Al morir, cada cual es definitivamente él mis­mo y nadie más. Lo mismo que al nacer traemos al mundo lo que nunca antes había sido, al morir nos llevamos lo que nunca volverá a ser.

Una cosa mas sabemos de la muerte: que no sólo es cier­ta sino perpetuamente inminente. Morirse no es cosa de viejos ni de enfermos: desde el primer momento en que empe­zamos a vivir, ya estamos listos para morirnos. Como dice la sabiduría popular, nadie es tan joven que no pueda morir ni tan viejo que no pueda vivir un día más. Por muy sanos que nos encontremos, la acechanza de la muerte no nos abando­na y no es raro morir —por accidente o por crimen— en per­fecto estado de salud. Y es que va lo señaló muy bien Mon­taigne: no morimos porque estemos enfermos sino porque es­tamos vivos. Pensándolo bien, siempre estamos a la misma distancia de la muerte. La diferencia importante no reside en­tre estar sano o enfermo, seguro o en peligro, sino entre estar vivo o muerto, es decir entre estar o no estar. Y no hay térmi­no medio: nadie puede sentirse de veras «medio muerto», eso no es más que una simple forma figurada de hablar, porque mientras hay vida todo puede arreglarse, pero la muerte es necesariamente irrevocable. En fin, lo característico de la muerte es que nunca podemos decir que estemos a resguardo de ella ni que nos alejemos, aunque sea momentáneamente, de su imperio: aunque a veces no sea probable, la muerte siempre es posible.

Fatalmente necesaria, perpetuamente inminente, íntima­mente intransferible, solitaria... cuanto sabemos acerca de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los cono­cimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde den­tro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias —como el in­comparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne lonesco El rey se muere— pueden aproximamos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muer­te muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos cotillees. Relatos muy antiguos —tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muer­te— y que forman la base universal de las religiones. Bien mi­rado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarna­ción, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...

Las leyendas más antiguas no pretenden consolamos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años antes de J.C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Isthar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsque­da del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muer­tos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aun­que su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuran­za o una eterna condena son formas inacabables de congela­ción en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida hu­mana, que nuestra vida.

Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fie­ro ahínco que sabernos mortales como especie pero no que­rer morirnos como personas es precisamente lo que indivi­dualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte —sobre todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida— pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se plantea un serio problema teórico porque si nuestra individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre te­mible pero que no llegase de hecho jamás. No es fácil imagi­nar tal cosa ni siquiera como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...


Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo después de haber muerto es algo a la par in­quietante y contradictorio. Un intento de no tomarse la muer­te en serio, de considerarla mera apariencia. Incluso una pre­tensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir, nuestra humanidad misma. Es paradóji­co que denominemos habitualmente «creyentes» a las perso­nas de convicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosa­mente vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más obvio, necesario y omnipresente, es decir, en la muer­te. Los llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más sobria de afrontar esa inquietud —sabemos que vamos a morir pero no podemos imaginamos realmente muertos— es la de Hamiet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir... ¡tal vez soñar!» En efecto, la suposi­ción de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien profundamente dormido y un muerto. Creó que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando estamos quietos, con los ojos cerra­dos, aparentemente ausentes, profundamente dormidos, sa­bemos que en sueños viajamos por distintos paisajes, habla­mos, reímos o amamos... ¿por qué a los muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los sueños placenteros de­bieron dar origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvie­ron de premonición al infierno. Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la lla­mada otra vida —la que habría más allá de la muerte— está también inspirada por nuestra facultad de soñar...

Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de lodo. Aunque ser algo —o, mejor dicho, alguien— no carezca de incomodidades v sufrimientos, no ser nada parece todavía mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio Epicuro trata de convencemos de que la muerte no puede ser nada temible para quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar no­sotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que induda­blemente nos morimos pero nunca estamos muertos. Lo te­mible sería quedarse consciente de la muerte, quedarse de al­gún modo presente pero sabiendo que uno va se ha ido del todo, cosa evidentemente absurda y contradictoria. Esta ar­gumentación de Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera querido.

¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, du­rante mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran discípulo romano del griego Epicuro, cons­tató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvi­dables:

Mira también los siglos infinitos

que han precedido a nuestro nacimiento

y nada son para la vida nuestra.

Naturaleza en ellos nos ofrece

como un espejo del futuro tiempo,


por último, después de nuestra muerte.

¿Hay algo aquí de horrible y enfadoso?

¿No es más seguro que un profundo sueño?5

Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estare­mos entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fon­do, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación —¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca más, nunca más...!— es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá debe­ríamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aetema, la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien, nosotros seremos mor­tales pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo —los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos viviendo— y ese tiempo pase lo que pase siempre será nues­tro, de los triunfalmente nacidos, y nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el si­glo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido —Lichtenberg— daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres aforismos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del pre­sente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es el futuro.»

Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me pri­vaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocu­pa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pa­sados porque nos torturan ya con su temor desde ahora mis­mo. Hace tres años padecí una operación de riñón: suponga­mos que supiese con certeza que dentro de otros tres debo su­frir otra semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen objetivamente idénticas, sub­jetivamente no lo son porque no es tan inquietante un re­cuerdo desagradable como una amenaza. En este caso el es­pejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.

De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de La Rochefoucauld que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra re­cién inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador contemporáneo, nos reprocha que frente a la muer­te no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la sies­ta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdirnos para no temblar o temblamos hasta la abyección . Existe en castellano una copla popular que se inclina también por la siesta, diciendo más o menos así:

Cuando algunas veces pienso

que me tengo que morir,

tiendo la manta en el suelo

y me harto de dormir.

Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, porque muy bien pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, osci­lando entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira pero no ve nada. ¡Mal dilema!

En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, consi­dera que este bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre li­bre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.»6 Lo que pre­tende señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muer­te no hay nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos an­gustia es por algo negativo, por los goces de la vida que per­deremos con ella en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un bien en ciertos casos) es también por lo negati­vo, por los dolores y afanes de la vida que su llegada nos aho­rrará. Sea temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un fron­tón impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los ojos para no verla o dejamos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento utili­zaremos para ponernos a pensar sobre ella?

4. Cuarteta, de J. L. Borges, en «Obra poética completa». Alianza Editorial, Madrid.


5. De Rerum Natura, de Lucrecio, libro III, 1336-1344, irad. de José Marchena, col. Austral.

6. Ética, de B. Spinoza. parle IV, prop. LXVII.

Da que pensar...

¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos?

¿Hay algo mas personal que la muerte?

¿No es pensar precisa­mente hacerse consciente de nuestra personal humanidad?

¿Sirve la muerte como paradigma de la necesidad, incluso de la necesidad lógica?

¿Son mortales los animales en el mismo sen­tido en que lo somos nosotros?

¿Por qué puede decirse que la muerte es intransferible?

¿En qué sentido la muerte es siempre inminente y no depende de la edad o las enfermedades?

¿Puede haber vinculación entre los sueños y la esperanza de inmortali­dad?

¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muer­te?

¿Y cómo apoya Lucrecio esa argumentación?

¿Logran efec­tivamente consolamos o sólo buscan damos serenidad?

¿Hay algo positivo que pensar en la muerte?

¿Por qué puede la muer­te despertamos a un pensamiento que se centrará después sobre la vida?

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